“Mírame”, así, de frente; “mírame
sin sentir vergüenza,
y dime luego que un escalofrío recorre
tu estómago
como si acabaras de tomar el amargo de
toda una vida.”
“Mírame”, le dije, y dejó sus
ojos olvidados por un instante
en esta carne que me duele, que me
olvida
y me aleja de los veinte años. Fue
sólo un instante,
y sus pupilas, amarillas de puro
triste, llenaron el aire
con esa sabiduría que ya me había
mostrado antes.
Esta vez, con sus ojos abriendo mi
alma,
comprendí mi torpeza: no era vergüenza
lo que descubrían sus ojos,
era mi soberbia herida, que ahora se
rendía...
Tú estabas en tu sitio, y yo fuera de
lugar.
“Mírame”, te pedía para confirmar
que los años
sólo vieron en mí al vencido, y luego
se cerraron piadosamente para no
agrandar la herida.
Eran tiempos del dolor
Sevilla, a 25 de febrero de 2014
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